Como empezó todo


EL TOREO COMO FILOSOFÍA DE VIDA

 

(Este breve ensayo es en buena parte una narración autobiográfica, y pretende acercar la tauromaquia a todas aquellas personas que la desconocen, a través de mi experiencia personal. Ha sido mi aporte en el proyecto de un libro escrito por aficionados no españoles, a favor de la fiesta, que, al final, nunca llegó a editarse).


Solamente tenia 14 años, pero todavía recuerdo la extraña sensación que me produjo el impacto con esa imagen, que quedó para siempre imprimada en mi retina, de un hombre pasándose a ese enorme animal a pocos centímetros del pecho. Se dejaba rozar impávido por los afilados cuernos y su cuerpo dibujaba una escultura junto con el toro. Era una imagen de una belleza plástica incomparable, una belleza fugaz, pero al mismo tiempo eterna... inmortal. Encerraba en si la esencia de la fuerza y la fragilidad, del miedo y del valor: la vida y la muerte reunidos cara a cara en un ritual casi religioso, probablemente el más antiguo del mundo.
Ese hombre, vestido de oro y destellos, llevaba embebida en un simple pedazo de tela a la violenta embestida de un animal salvaje. Era fascinante y terrible al mismo tiempo.
Se trataba de una foto encontrada casualmente en una revista; solo era un trozo de papel, pero ¡Dios mío, cuanta fuerza encerraba!
Jamás pensé, en aquel momento, que algún día me vería yo misma enfundada en aquellos mismos oros, pisando esa arena y manchándome, también, con la sangre de esos misteriosos animales a los que tanto respeto y admiración le tengo.
España era mi gran pasión. Entonces no la conocía, pero me atraía como la miel a la abeja; había algo que me empujaba a documentarme sin descanso, era como un hambre insaciable. Buscaba en las revistas, guías, recogía folletos en las agencias de viaje, visitaba asiduamente las librerías en busca de nueva información y, si podía, alguna vez compraba libros con servicios fotográficos: contrastes de colores encendidos que me hechizaban y perfumes que casi podía oler en aquellas páginas. Cielos azules, tersos, infinitos, e infinitas dehesas verdes extendiéndose hasta el horizonte; variadísimos paisajes, pueblos blancos... pueblos con tradiciones antiguas: el flamenco… las romerías… la Semana Santa, un paso… una hermandad… una pasión.... mi pasión.
Estaba convencida de que España tenía que ser un país maravilloso; con una cultura muy definida y unas creencias y tradiciones que no se habían olvidado con el paso del tiempo. Precisamente, lo que yo echaba de menos era la reivindicación de los valores humanos, tan necesarios para alimentar el alma, y que tanta falta hacen en esta sociedad moderna que va tan de prisa y sin pararse a mirar al prójimo.
En los países muy industrializados las personas parecen resignarse a una vida mediocre, planeada por los demás. Dejan de esforzarse para encontrar esos valores, y todo se vuelve gris e insulso: La comida light, el materialismo: amo y señor de este mundo convencional, y los sentimientos raquíticos, atrofiados... envueltos en celofán.
Yo me negaba rotundamente a aceptar la realidad tal cual. No quería morir; jamás seria como los demás.
Si hay algo que nunca pude soportar es que me impongan una condición o me digan lo que tengo que hacer; en eso soy intransigente.


Así que esta especie de instinto de supervivencia indujo a mi corazoncito rebelde a latir refugiándose en un ideal: un lugar hecho a medida en donde poder expresarme y construir mi propia libertad... España, se convirtió en la única palabra que sabía pronunciar. Estaba completamente enamorada. Poco a poco mi habitación se fue llenando de papel y más papel y empezó a teñirse de rojo y amarillo, como la bandera que colgué orgullosa en la pared: la bandera de mis ilusiones e ideales.
Solamente había una cosa que no entendía y que no podía digerir de las costumbres españolas: la corrida de toros. Decididamente no iba conmigo. No podía tolerar que se torturara a un pobre animal y se matara en público. ¿Como podían ser tan bárbaros y sanguinarios?
Yo era una firme defensora de los animales y la naturaleza (y lo sigo siendo); de hecho también pertenecía a una importante asociación, y, como la mayoría de mis paisanos, lógicamente, no podía apoyar un espectáculo tan cruento... por muy español que fuese... era inaceptable. Estaba también abonada a una revista semanal sobre la protección de animales, y fue precisamente en esta revista en donde me tropecé con la fatídica foto. Naturalmente, salvo dos o tres, habían escogido, las fotos mas cruentas posibles. En primer plano la cara de un toro vomitando sangre, debido a la trayectoria defectuosa de la espada a la hora de matar.
En el articulo explicaban, claramente, que a los toros se les dejaba días sin comida y sin agua antes de salir al ruedo, que se les pegaba con sacos de arena, se les echaba algún tipo de disolvente en los ojos para que perdiesen la visión, se les drogaba y mas cosas que ahora no recuerdo... y que, claro, el torero siempre ganaba: como si se tratara de un partido en donde el arbitro este comprado.
Después de leer aquel artículo la pregunta era: ¿Quien puede afirmar lo contrario? ¿Se atrevería, alguien a atestiguar aquello?
Ahora que vivo en el mundo de los toros se cual seria la pregunta más correcta referente a aquel artículo: ¿Quien ha tenido tanta fantasía y malignidad para inventarse símiles barbaridades? Sin duda un loco fanático que no sabe lo que está diciendo.
Pero, entonces, yo no sabía nada de toros, y por ello, como el resto de los que no han vivido de cerca este espectáculo, podía creerme todo lo que me contaran. Así que al principio rechacé el impulso; aunque, sin darme cuenta, por no se que razón desconocida, algo se había encendido ya en mi interior.
Ese algo, esa chispa, volvió a manifestarse de forma inesperada una tarde de lluvia, en la que mi hermana y yo, buscando reparo, nos metimos a curiosear en una librería.
Casualmente, al pasar por delante de una estantería, mis ojos captaron fugaces una figura familiar estampada en la tapa de un libro. Me volví repentinamente y enfoqué la imagen. Era un cuadro de Picasso, en donde se distinguían claramente a unos toreros y al toro frente al picador. Tuve, entonces, una reacción muy extraña. En un reflejo improviso el brazo adelanto mi mente; así que me encontré, de repente, con aquel libro agarrado entre las manos, sin ni siquiera haber leído primero el titulo. Lo cogí sin pensarlo… como si se tratara de un reluciente lingote de oro puesto allí.
Yo misma estaba sorprendida por aquella reacción inexplicable, y casi me dio vergüenza. Me dije:- Pero ¿que haces? Si solo es un tomo de papel con un dibujo- Entonces subí la mirada y el titulo no podía ser mas español:”FIESTA, the sun also rises” , escrito por un tal Hemingway. Seguí mi instinto y decidí comprarlo.
Todavía me pregunto si algunas cosas solo suceden por casualidad.
Y sí, que el sol volvió a nacer... Concretamente me sorprendió dos veces el amanecer sumergida en aquellas páginas. Un día y dos noches fueron suficientes para bebérmelo: como el buen tinto que beben los Pamplonicas durante sus fiestas de San Fermín. Narraba de los encierros y había alguna noticia sobre el toreo, pero, para mi, no era suficiente; era demasiado superficial... necesitaba algo más. Había algo que me empujaba a creer que la corrida no era una simple carnicería.
Indudablemente, la tauromaquia tenía reglas muy precisas, y mucho más de “algo” que, al pertenecer a la esfera de las emociones no se podía catalogar. (Y siento mucho tener que repetir tantas veces la palabra “algo”, pero es que el sentimiento y el arte no tienen un nombre preciso).
-¿Sabes, mamá?... he leído el libro de un americano que ha escrito cosas sobre España... -Ah, si, Hemingway ; ha escrito muchos libros que hablan de España, de la guerra civil, la corrida... -
Aquel mismo día volví a la librería y pregunte por todas sus obras. Me fui comiendo ansiosa sus libros hasta que encontré el que yo quería : “Muerte en la tarde”.
No es que quiera hacerle publicidad a un escritor, pero creo que ha sido uno de los primeros aficionados extranjeros, y sin prejuicios, verdaderamente enamorado del toreo, y que ha tenido la suficiente voluntad y atrevimiento de transmitirlo a través de sus textos. Describir el toreo es tarea ardua y complicada, y se convierte en un verdadero desafío cuando se intenta contagiar esas emociones a alguien que no las quiera entender. Pero yo si, quería entenderlas; y, precisamente a través de esas paginas, empecé a soñar.
Era a nivel subconsciente todavía, pero en mi interior ya ardía una llama que nunca se apagaría, y que , poco a poco, me empujaría hacia los cuernos de los toros.
Así que, lo que empezó como una simple curiosidad se transformó en una verdadera obsesión, y luego seria la motivación de mi vida.
Decidí que tenía absolutamente que aprender español, pero no había ninguna escuela ni clases que lo enseñaran. Entonces me hice de un pequeño diccionario y empecé a comprar prensa española, e incluso saqué un cable de la antena de mi radio hasta el tejado para sintonizar Radio Nacional de España.
En la estación de trenes los únicos periódicos que podía encontrar eran ABC y El País. Me ponía a traducir algunos artículos e intentaba pronunciarlos; luego vendrían los cassets y las grabaciones de los cursos de idiomas comprados en el quiosco.
En el instituto me enseñaban otros tres idiomas, pero el que únicamente me importaba era el español. Así que, poquito a poco, aprendí a pronunciar y a escribir correctamente.
Después del invierno viene la primavera, y con ella la feria de abril de Sevilla y, un día, comprando ABC me tropecé con una crónica taurina. Aquello fue todo un descubrimiento.
Yo había estado aprendiendo español a pasos agigantados y ya tenia cierta seguridad. Como era posible, entonces, que al leer un articulo de toros, no entendiera casi nada de lo que ponía?
Me sorprendieron unas palabras raras que nunca había leído, que no conseguía encontrar en el diccionario y no sabía como traducir. Entonces volví a coger “Muerte en la tarde” y , poco a poco, fui resolviendo enigmas.
Llego a engancharme tanto que toda la paguita de la semana la gastaba comprando diarios españoles para saber que pasaba en los ruedos.
Junto con las crónicas venían algunas fotos en blanco y negro o unos dibujos, en donde, por debajo, ponía el nombre del torero y el pase que ejecutaba. Lo que hice fue juntar un montón de fotos y ordenarlas, de forma que podía tener, por ejemplo, cinco imágenes de un pase “natural”, o cuatro de un “pase de pecho”, o seis de un “derechazo” , tres de una “trincherilla” y así...Así que un día recorte un pedazo de tela, lo monte en un palo y empecé a pegar pases al aire, intentando imitar la secuencias de las fotos recortadas. Tenía 15 anos.
Fue entonces cuando tome conciencia de mi afición* y empecé a admitirla y defenderla. Ya no quería esconderme, y no me importaba lo que pensaran o dijeran los demás; ya era irreversible… A partir de ahí empezaría la guerra.
Lógicamente, mi rendimiento en el instituto empezó a bajar, porque me pasaba los días aprendiendo español o toreando de salón. La verdad es que nunca me gustó estudiar y terminé sustituyendo los libros de inglés y alemán por la muleta y la gramática española. Incluso, en más de una ocasión, me sorprendieron en clase, leyendo a escondida las paginas de toros por debajo del pupitre. Y si me preguntaban por Leopardi, terminaba, de alguna forma incomprensible, hablando de García Lorca. Mis profesores alucinaban.
Mi madre, que también ejerció como profesora, se percató de aquella situación, y me puso astutamente un aliciente: me prometió que si sacaba buenas notas viajaríamos a España… Creo que nunca en mi vida tuve mejores notas que aquel año.
Llegó fin de curso, y cuando me preguntó a donde quería ir elegí Sevilla (la cuna del toreo).
El viaje se programó para agosto, y duró un par de semanas. Lo hicimos en coche, pasando por Francia y bajando por la costa. Mi madre había escogido las etapas : dos noches en Francia, una entre Castellón y Valencia, otra cerca de Murcia, luego Córdoba, Granada, y, por fin, Sevilla.
Aquella noche, de la llegada, casi no pude dormir, tanta era la excitación por conocer, en persona, aquella ciudad mágica, que tanto había idealizado.
Al día siguiente mis padres se fueron por museos, pero yo quería zambullirme por las entrañas de la ciudad; así que nos separamos. Cogí un callejero, y lo primero que hice fue dirigirme hacia “El Arenal”*. Paradójicamente, la plaza de toros se sitúa entre dos calles que toman su nombre de dos personajes de origen italiano, pero que fueron muy importantes para España: Cristóbal Colon y el emperador Adriano.
Solo la había visto en una postal, pero ahora estaba por fin delante de mis propios ojos: la Real Maestranza de Sevilla... era una joya.
Pensé, entonces, en los grandes toreros que ahí habían toreado a grandes toros, en las importantes faenas y en las tardes de triunfo. Todo era silencio, pero casi me parecía oír la música y los olés del publico... se me ponían los vellos de punta.
Me quedé un rato colgada de la reja, soñando; luego, como todo guiri, metí un ojo por la raja entre la madera maciza de la enorme puerta roja y la besé. Nadie podía decirme que, pocos años después, yo misma torearía en esa plaza, en una noche de verano, y escucharía de verdad la música y los aplausos de la gente.
Nos quedamos en Sevilla tres días, en los cuales, por mi gran desilusión, no hubo ninguna corrida, y suplí aquella falta comprando todos los videos de toros que pude. La primera corrida que ví fue en Francia, cuando veníamos de vuelta, concretamente en Arles.
Busqué a un re-venta y cambié una entrada de tendido alto por una contra-barrera*... quería verlo de cerca y escuchar la respiración del toro. Mis padres, que no compartían mi entusiasmo, se quedaron en el hotel.
Empezó el paseíllo y, por mi gran sorpresa, ví que uno de los toreros levaba un precioso traje rojo y oro, y pensé: ¿Es acaso un suicida ? Pero al toro no parecía importarle demasiado, y perseguía obediente el trapo. Luego, con el tiempo, averiguaría que los toros no distinguen los colores y que embisten provocados por el movimiento. Ahí empezaba a comprender que tantas cosas, que contaban algunos “entendidos” de animales, eran falsas.
Aquella tarde tuve la suerte de ver un par de buenas faenas: sentí la emoción y confirmé mis intenciones.
La pregunta ahora era: ¿Tendría yo bastante valor para enfrentarme a un toro?... ¿Dejarían torear a una mujer?... ¿Se reirían de mi?
Volví a Italia terriblemente triste y cargada de dudas, pero con la firme convicción de que el país de mi vida era efectivamente España y mi motivación el toreo.
Todos aquellos ideales que perseguía existían realmente y eran compartidos por la gente de aquel país que no me había defraudado, sino que me había enamorado aún más. Por todo ello empecé a sentirme desplazada y a padecer los terribles desgarros de la nostalgia.
Era infeliz; el ambiente familiar se volvía cada vez más plomizo y difícil. En el instituto me sentía completamente frustrada, rechazada; nadie podía ni quería entenderme.
Muchas veces vagaba a solas por las calles como un fantasma, o me sentaba largas horas en un bar o en un banco hasta que anochecía. Sentía que estaba perdiendo el tiempo.
Cuando podía quedarme sola en casa me ponía los videos, cogía mi trapo montado en el palo, y frente al televisor imitaba a los toreros.
Le tenía mucha envidia a los niños españoles, porque desde muy pequeños podían vivir la afición a través de su familia, y podían empezar a torear desde muy jóvenes. Yo iba a cumplir 17... y sin probar cuerno.
La rabia se iba acumulando en mi interior.
Le comenté a mis padres que al acabarse el curso quería volver a España un par de meses, pero la respuesta fue negativa.
La impotencia me desgastaba; había que hacer algo, no podía quedarme allí. Las cuatro paredes de mi cuarto se quedaron demasiado pequeñas, y cada vez que habría la ventana y miraba el horizonte, pensaba que por ahí estaba Sevilla, a 2000 Km., y que, si hubiese sido pájaro, me hubiese lanzado al cielo sin dudarlo, y habría volado en aquella dirección sin descanso hasta alcanzar mi meta.
No podía más. Quedarme allí era como aceptar una muerte lenta en la celda de una cárcel… Decidí escaparme.
Era conciente de que sería una mala jugada para mis padres, pero se trataba de una necesidad anímica incontenible y superior a todo razonamiento... no había otro camino.
Al terminar el curso, lo primero era hacerme con el dinero necesario para mi aventura. Encontré trabajo como camarera en una pizzería, no muy lejos de casa, y allí estuve sirviendo durante dos meses, hasta juntar suficiente dinero.
Tenía una amiga que era mayor de edad, y le pedí ayuda para que fuera ella al banco y me cambiara ese dinero: en parte en francos franceses y el resto en pesetas. Solo me quedé con las liras suficientes para llegar hasta la frontera. También me dejó que escondiera mi mochila en su ropero durante una semana; así que, día tras día sacaba alguna ropa de mis cajones y la metía en el bolso de la playa, luego la llevaba a casa de mi amiga para meterla en la mochila. De esa forma nadie sospechó nada.
Ya todo estaba listo para la gran fuga.
Yo estaba muy inquieta, porque sabia que le haría daño a mis padres, y, en mi interior, mantenía una lucha exhaustiva entre dos impulsos opuestos: ¿Irme o quedarme?... ¿El valor o el miedo?… ¿La libertad o la opresión? Otra vez volvían a enfrentarse el corazón y la lógica, el bien y el mal, la vida y la muerte, la prosa y la poesía.
En la corrida, como en la vida, esos conceptos opuestos se funden en un juego peligroso, unidos por un hilo muy fino en donde buscan su equilibrio: como un trapecista que danza encima de una cuerda suspendida en el aire. Ese equilibrio es muy difícil de conseguir. El torero es como el trapecista caminando sobre el hilo de la vida que lo separa del vació que lo envuelve, que representa la muerte, en este caso el toro girando alrededor del cuerpo: necesita de ambas cosas para existir.
Es el resumen del alma humana: la exaltación de la vida a través de la sublimación de la muerte... así de fácil.
Ese es el concepto básico, digamos el más primitivo de este espectáculo, celebrado de distintas formas y en distintos lugares a lo largo de los siglos por diferentes civilizaciones.
Sabemos perfectamente que, desde las culturas más antiguas del mundo, se idolatraba al toro por su fuerza, y se adoraba como símbolo de fecundidad. Fecundidad que, quizás, podía referirse precisamente a ese concepto tan extremo de la vida a través de la muerte.
Así que el toro ha sido siempre casi un complemento imprescindible a la osadía humana.
Hoy en día, la corrida no se sustenta solo sobre ese concepto, sino que ha evolucionado, tanto hasta alcanzar la privilegiada, y bien merecida, denominación de “arte”.
-¿Arte?... ¿Como puedes llamar arte a semejante atrocidad?- Eso era lo que escuchaba en Italia, casi todos los días. Por eso me decidí a escapar, y fijé un día de salida.

La noche anterior la pase escribiéndole una nota a mis padres, para intentar explicarle lo que sentía, y decirle que no estaba enfadada con ellos, pero que no podía quedarme allí ni un minuto más y que me perdonaran.
Al día siguiente les dije que me quedaría en la playa hasta la noche, así que tendría unas diez horas de ventaja antes de que dieran la alarma. Les saludé, les miré por última vez y emprendí mi viaje.
Recogí la mochila en casa de mi amiga, me fui para la estación y saqué mi billete.
Lo recuerdo como si fuera ahora mismo. Hasta el último instante no sabía si daría el paso… Todavía estaba a tiempo de volverme.
Ahora que soy torero, puedo afirmar que sentía los mismos nervios y angustia que se tienen en un patio de cuadrillas antes de hacer el paseíllo en una tarde importante.
Llegó el tren, y se abrió la puerta justo delante mía. Sentí un escalofrió, como cuando un toro te mira de arriba a abajo con sus ojos encendidos. Busqué en el fondo de mi corazón, y encontré la fuerza para poner el pie en el escalón: al igual que al dar el primer paso en la arena tras la raya de picadores*, después de habernos deseado suerte, los toreros.
Cerré los ojos para no mirar atrás y crucé la puerta. Esta, separaría definitivamente Eva Bianchini de Eva Florencia; y, tras ella, también se cerraría para siempre el capitulo de mi niñez.
El viaje no fue precisamente un camino de rosas. Yo acababa de cumplir 17 años y estaba por primera vez totalmente sola: podía pasarme cualquier cosa. A veces me sentía perdida, pero creo que había una estrella, ahí arriba, que velaba por mí en los momentos más difíciles.
Me escondía cada vez que veía a un policía, porque sabía que mis padres habían denunciado mi desaparición. Todavía no me explico como en la frontera entre Francia y España, los Guardia Civiles, al mirarme el pasaporte, no se dieron cuenta de mi edad, y tampoco de que las piernas me temblaban convulsamente. Las tenía como de gelatina, y en aquel momento pensé que me detendrían allí mismo. Pero no fue así.
Recuerdo que llevaba conmigo una estampa de la Virgen de la “Esperanza Macarena”, y le supliqué que me dejara llegar a Sevilla. Le prometí ir a verla... y así fue. Desde entonces soy devota de “La Macarena” y siempre llevo su imagen cuando voy a torear.
Al llegar a Sevilla probé una satisfacción enorme. Llevaba tres días viajando, y las noches anteriores las había pasado durmiendo en un banco, y estaba rendida por el cansancio. Pero aquella sensación que me producía el haber conseguido mi propósito, me hacia sentir una incomparable ligereza, como si me hubiesen puesto alas en los pies.
Era la manifestación de la libertad en su género más puro y primitivo. Si me devolvieran atrás en el tiempo, no dudaría en volver a escaparme, solo por alcanzar aquella emoción impagable.
Ahora estaba delante mía un mundo nuevo. Mis ojos y el corazón abiertos de par en par como los de un niño. Me sentía realizada por lo hecho, y al mismo tiempo perdida, como un barco en el medio del océano, por lo que estaba todavía por hacer. Aunque no tenía brújula, las corrientes me llevaban rumbo a un objetivo muy preciso: convertir en realidad mi gran sueno... ser torero.
En Sevilla, en pleno Agosto, la verdad es que no hay muchas opciones; en esa época ni siquiera había escuela taurina. Conocí a algunos aficionados, pero creo que estaban más pendiente de mi trasero que de mi afición. Claro: llegar así, a cualquier sitio, y decir que quiero ser torero y preguntar por una ganadería... resultaba, a decir poco, extravagante. Además mi acento no ayudaba mucho... y ellos hablaban tan rápido; estoy segura de que más de uno me soltaría alguna barbaridad.
Todo el mundo me decía que los ganaderos y la gente del toro o estaban toreando o estaban de vacaciones; así que me dirigí hacia la playa. Un día llegué hasta Sanlucar*, para ver si en algún local taurino, conseguía encontrar a alguien que me pudiera ayudar; pero era cuanto más que laborioso.
Siempre se repetía la misma historia: se me acercaba alguien y empezaba a hablarme de toros, y yo me quedaba embobada escuchando; pero, después de un rato, el tío terminaba queriéndome llevar a algún sitio...y no precisamente para torear toros.
Me fue imposible, en aquella corta estancia, encontrar a nadie que fuera taurino de verdad, buena persona, y que encima se parara a escucharme... era como pedir la luna.
Trascurrieron rápidamente un par de semanas hasta que fui interceptada por las autoridades. Al salir un día, tan tranquila, de la pensión en donde me quedaba, me encontré a mi padre de frente acompañado del cónsul de Italia. En aquel momento me quede fría, aunque era de esperar. Me metieron en el coche y pusieron punto y final a esa descabellada pero inolvidable aventura.
Once meses faltaban para ser mayor de edad.
La tristeza y la rabia que probé al sentirme otra vez arrastrada a Italia fué insoportable. Era como ahogarme, quitarme el aire, arrebatarme lo que más quería.
Me llevé un tiempo sin hablar y quise morirme mil veces.
Obligatoriamente tuve que hacer de tripas corazón, y fui desgranando los días trabajando en un restaurante y viviendo en casa de mi hermana, cerca de Florencia, hasta agotar la cuenta atrás.
Ahora sí. Mi salida era irrevocable, y nadie podía interponerse.
El 5 de Julio cumplí los años y el día de San Fermín* ya me encontraba en Sevilla.
Eso era...vivir en España. Había cumplido el primer propósito y el requisito más importante para perseguir mi sueño. Desde entonces aquí está mi hogar y el toreo es mi razón de ser.
A veces me pregunto si Dios se equivocó, y puso al alma de un español en el cuerpo de una italiana.
Florencia es mi ciudad natal, y es preciosa. También es una ciudad que siempre me arrebató el corazón, porque, al igual que Sevilla, posee una magia especial. Probablemente si no hubiese recibido la fatal cornada de la tauromaquia, ahora viviría allí, y contemplaría a diario sus riquezas y múltiples obras de arte.
Siempre es agradable volver allí y ver mi gente y los lugares donde me crié; pero ahora mi familia está aquí: es la gente del toro, y aquí se desenvuelve mi lucha por conseguir un sitio.
Ya establecida en Sevilla, compartiendo piso con otra chica, en el barrio de la Macarena (por cierto a mi compañera tampoco le gustaban los toros), empecé a juntarme con los alumnos de la escuela de tauromaquia: chicos que, como yo, soñaban con la embestida de los toros para sentirse vivos, y con los aplausos y el respeto del público. Luego empecé a ir al campo, a los tentaderos*. Los tentaderos son fundamentales para el aprendizaje. Es un poco como aprender a hablar, aunque luego cada toro tiene su idioma. Es un aprendizaje largo y difícil, sobre todo si no se tiene algún enganche.
Yo tuve la suerte de conocer a Antonio: un banderillero que supo ver en mí unas terribles ganas de comerme el mundo, precisamente la tarde que toree mi primera becerra.
Lógicamente, esta me prendía entre los cuernos una y otra vez, porque yo no sabía medir su embestida; pero había algo que me empujaba a levantarme enrabietada e ir de nuevo a la cara del animal.
Aquella noche no pude dormir. En las piernas se habían quedado señalados aquellos primeros golpes, pero no me dolían porque eran como un bautizo, como el primer beso. Lo que me había estado preguntando durante todos estos años encontraba por fin respuesta: tenía “cojones” para estar ahí; supe controlarme y no había salido corriendo... había superado el primer examen.
Cada vez que tocaba el teléfono pegaba un salto; siempre esperaba que Antonio me llamara y me diera coordinadas para un nuevo tentadero. Cogía la muleta y allá que iba yo. Primero miraba en el mapa para ver en donde se encontraba la ganadería, y luego me organizaba para coger un tren, o un autocar, o la bicicleta mismo, o me ponía a hacer auto-stop en una gasolinera.
A veces tenía que llevarme kilómetros andando, pero no me importaba lo lejos que estuviera. Lo único que me importaba era llegar primera a la tapia* para ver si conseguía torear dos veces.
Había días en los que me podía volver con otros aficionados en sus coches hasta Sevilla o hasta La Algaba, luego me buscaba la vida. Otras veces me he quedado en un pajar o en donde me cogía la noche. Cada día vivía nuevas experiencias.
Me acuerdo una vez, volviendo de un tentadero, encontré pasaje en el remolque vacío de un camión de melones. Estaba junto con otros tres aficionados.
Las vacas, esta vez, habían salido muy malas, y nos habían pegado una paliza. Nos subimos al camión, y nos sentamos cada uno en un rincón, mirándonos sin hablar. El pantalón lo llevaba roto, y el cuerpo molido.
En aquellos momentos era cuando me paraba a pensar: ¿Que demonio hace una chica como yo en un camión de fruta vacío, perdido en algún lugar, en el medio de Andalucía...¡Era surreal!
Luego me tenía que bajar en un barrio cualquiera de Sevilla, y la mayoría de las veces, para llegar a casa, no tenía más remedio que coger un autobús de línea... de noche... y con esa pinta. La cara desencajada, el vaquero manchado de sangre, y la espada y la muleta colgando cansinamente del hombro.
La gente me miraba de reojo, en silencio y sin acercarse, como si hubiese yo matado a alguien, o padeciera alguna enfermedad contagiosa; pero, a lo mejor… solo se trataba del olor a vaca que inevitablemente desprendía.
Decidí, al poco tiempo, dejar Sevilla para ir a vivir a Higuera : un pueblo pequeño en la sierra de Huelva.
Elegí este sitio porque esta rodeado de ganaderías, y Antonio me acogió en su casa. También podía entrenar en la propia plaza de toros acompañada de buenos profesionales.
Era una vida completamente diferente: basada en el contacto directo con la naturaleza.
Durante el invierno salíamos al campo para torear casi todos los días, y yo aprendí poco a poco a conocer al verdadero protagonista de la fiesta : el “toro bravo” ; sin el cual yo no seria nada.
El adjetivo “bravo” podría traducirse como “salvaje”, pero en este caso es más correcto traducirlo como “valiente”. La “bravura”, en argot ganadero, se refiere a la valentía del toro frente al peligro, a su acometividad y afán de pelea. Un toro es “bravo” cuando lucha hasta el final sin rehuir el combate: mientras sus fuerzas le acompañen luchará hasta la muerte.
Su mirada es diferente a todas, y su embestida es uno de los milagros más grandiosos de la naturaleza.
Este maravilloso animal no es igual al resto de sus congéneres. Gracias, precisamente, a su carácter agresivo, ha conseguido sobrevivir a la extinción, y goza de un trato muy especial.
Descendiente del “uro”, o búfalo europeo; este animal tiene una morfología y una estructura muy diferente a otros tipos de bovinos criados en el resto de Europa, para el consumo humano.
Este bóvido es principalmente un luchador. Su cuerpo es armónico y atlético, tiene una musculatura muy compacta y sus cuernos están mucho mas desarrollados, son finos y uniformes, su pelo es brillante y sus ojos muy vivos.
El “toro bravo” es un animal salvaje, y, como tal, necesita de grandes extensiones verdes. Solo en España, más de 540.000 hectáreas del territorio pertenecen a las ganaderías dedicadas a la cría del toro de lidia*, unas 400 aproximadamente. En estos grandes espacios, el toro vive hasta alcanzar la plena madurez y su completo desarrollo físico. Permanecerá allí hasta los cuatro o cinco años, luego lo llevarán a la arena, para el combate final por el que ha sido criado. De hecho esta raza se ha mantenido solo en los países en donde se practica la corrida.
Debido a su naturaleza agresiva, no se deja domesticar por el hombre, y, por ello, es un animal mucho mas difícil de manejar. Hay que tener experiencia y conocerle a fondo. Pero en el campo, por lo general, el toro bravo suele ser bastante tranquilo, cuando está junto con sus hermanos.
Algunas veces me paso las horas observándoles: ahora tumbados al sol, ahora arrascándose contra un árbol o mugiendo gravemente, como quejándose del calor o de las moscas. Otras veces se entretienen hincando sus cuernos en la tierra, escarbando, o simplemente rumiando impasibles, mientras algún pajarillo torero se posa en su ancho lomo, y se da un buen banquete.
Es un animal incomparable y misterioso; yo nunca me canso de mirarle. Para mí no existe animal más bello.
Y si algún día llegara a tener el dinero suficiente, compraría una finca y tendría mi propia ganadería, como hacen muchos toreros.
Es difícil de entender: los toreros se pasan media vida matando toros y la otra media criándoles...es curioso; quizás así se compense la existencia de cada uno. A algunos toros se les llega a conocer como si fueran de la familia: se les llama por su nombre, se conoce a su madre y a su padre e incluso a sus abuelos, y el carácter de cada uno.
El toro bravo es noble, pero siempre mantiene su distancia, y nunca se le puede subestimar. A veces, cuando se anda entre ellos, alguno se puede poner arrogante; entonces saca el pecho y levanta la cabeza enseñándote sus imponentes armas, con las puntas hacia el cielo y mirándote fijamente...como diciendo - ¡Yo soy el amo y señor de esta dehesa. No me molestes o te puedes arrepentir! -
Los más susceptibles, normalmente, son los cabecillas de la manada. Entre ellos se forma una jerarquía, y a veces se pelean. Normalmente solo miden sus fuerzas como si fuera un pulso, pero, otras veces se trata de verdaderos enfrentamientos, en donde se disputan el titulo de líder; entonces la pelea puede ser larga y muy violenta, e, incluso, terminarse con la muerte de uno de los contrincantes. En estos casos los conocedores* intentan separarles, pero puede ser muy peligroso: al estar enfurecidos pueden abalanzarse sobre cualquier cosa. Algunas veces hay que apartar al toro herido y llamar a los veterinarios para que le intervengan.
Pero ¿porque embisten, los toros?
El toro se defiende atacando, y su embestida es el resultado de su instinto de protección. Su única meta es coger y cornear lo que se le ponga por delante.
El torero le provoca ofreciéndole la muleta, y, con unos movimientos precisos, le hace creer que esta es su enemigo. El toro se arranca e intenta cogerla con sus cuernos (para matar, claro); estos tienen mucha sensibilidad, debido a que en su interior el riego sanguíneo llega casi hasta las puntas, así que los cuernos son para el toro como las manos para nosotros. Por eso, al igual que una persona que intenta agarrar algo en movimiento, el toro persigue una y otra vez el trapo, que el torero desliza suavemente delante de su cara. En su furia, el toro, no se da cuenta del engaño, y la habilidad del torero es tanta que consigue canalizar su violencia hasta casi hipnotizarle en la muleta, y haciendo que parezca un juego...un juego donde hay sangre y hay muerte.
Contrariamente a lo que se puede pensar, el toro no es un animal estúpido. Después de un rato, se da cuenta de que detrás del trapo hay una persona.
Mucha gente ha llegado incluso a preguntarme que si para entrenarme toreo siempre el mismo toro, y es que no saben que un toro solo se puede torear una vez, porque además tiene mucha memoria: Aunque pasaran años, recordaría el truco y se iría directamente al cuerpo. Por eso no puede haber una segunda vez, y, antes de que aprenda demasiado, el torero tiene que matarle.
Este es uno de los momentos más difíciles. La espada tiene que entrar en la “cruz” (un pequeño hueco entre las escápulas del toro), sorteando la columna vertebral, procurando que la hoja de esta, llegue en su trayectoria al corazón o a seccionar las arterias vitales, para que la muerte sea lo mas rápida posible.
También es uno de los momentos más peligrosos: el torero se perfila cerca de los cuernos, y, con la espada por delante, se lanza hacia el toro para herirle; es justo en ese instante cuando le tiene que perder los ojos para clavar la espada en el sitio, y si el toro hace algún extraño podría alcanzarle.
La muerte del toro será inevitable, al no ser que el público considere de que este haya sido tan bravo en la pelea, y haya tenido tanta calidad y constancia en la embestida, que decida perdonarle la vida. Este privilegio solo se le concede a unos pocos.
En este caso, saldrá de la arena por su propio pie, y volverá a la dehesa, en donde le curaran las heridas. Una vez recuperado, le devolverán la libertad merecida; y, por ser un triunfador, habrá conquistado también el derecho de disfrutar de la compañía de las vacas para el resto de su vida.
¡Se ha cumplido el milagro! Se han fundido la bravura y el arte hasta lograr vencer a la muerte.
Esto supone una gran satisfacción para el torero: profesionalmente es el no va más.
Es también la mayor alegría para el ganadero, presenciar el indulto de uno de sus toros en una plaza, en donde el público es exigente. Eso le llena de orgullo y confiere mas prestigio a la ganadería. Esa tarde, también el mayoral saldrá a hombros* con los toreros.
Los aficionados recordarán el acontecimiento, y, en los años venideros, estarán pendientes y ansiosos por descubrir si ese gran toro le ha transmitido el mismo valor y nobleza a su descendencia.
El toro es, en fin, el verdadero protagonista de la fiesta.
La corrida solo es posible a través de su sacrificio. La sangre brava que los toros derraman generosamente en los ruedos españoles, es la que permite que tantas personas sueñen y se emocionen. La que permite que los toreros seamos parte de esa magia y ese misterio, y existamos gracias a El; y, junto a El... volver a morir y vivir cada tarde. Solo a través de su embestida, se nos concede la posibilidad de expresar los sentimientos, y surge así, el arte.
En el toreo moderno, el conocimiento y la habilidad de los toreros ha llegado a tal punto, que la faena se traduce en algo inverosímilmente suave y perfecto, como si fuera un ballet.
Pero, para conseguir eso, hacen falta años de experiencia.
Cuando yo llegue a Higuera, no sabía torear. No tenía técnica, pero quería quedarme quieta más que ninguna otra cosa en el mundo, y, por ello, ese primer año de aprendizaje fue muy duro...duro como un cuerno, nunca mejor dicho.
Me forjé en el campo: directamente con las vacas, casi sin saber torear de salón, aprendiendo sus reacciones sobre mis propias carnes.
No conocía sus instintos, ni la distancia, ni los terrenos...yo solo sabía lo fundamental: me plantaba allí, le ponía el trapo por delante y la llamaba. Ella se arrancaba y yo me quedaba quieta apretando las piernas, y... a veces pasaba... y, a veces no.
Algunos ganaderos se ponían malos cuando me veían llegar. Decían que era especialmente desagradable, ver a una chica zarandeada una y otra vez entre los cuernos de las vacas, y había veces que no me dejaban torear.
Algunas vacas llegaron casi a desnudarme, pero luego, afortunadamente (o, mejor dicho, necesariamente), aprendí a medir su embestida, y lo que es más importante: a leer en sus ojos.
Ese año fue duro; tuve que visitar el hospital tres veces, debido a mi inexperiencia. De todas formas me considero muy afortunada, sobre todo por haber tenido gente que me ha apoyado.
Recuerdo que cuando llegaba a la litera, había noches en las que no sabia de que forma ponerme para poder descansar. Estaba machacada, me dolía todo el cuerpo, y las piernas, después de varios tentaderos, tenían un color y una forma indefinidos. Al día siguiente necesitaba de toda mi fuerza de voluntad para ponerme de pie... ¡Pero tenia que hacerlo! Yo quería ser torero y ese era el único camino.
Me levantaba y me preparaba para torear otra vez, y cuando no había tentadero me entrenaba a fondo: corriendo por la sierra, para acostumbrar mi corazón al esfuerzo, o toreando de salón, para corregir defectos, o me iba al gimnasio para fortalecer los brazos...en resumen, me preparaba para, un día, poderle al toro.
Recuerdo el día de mi debut, en la plaza de Higuera.
La primera vez que ví mi nombre anunciado en un cartel, sentí como las tripas se me hicieron un nudo. Por primera vez me exponía al juicio de un publico pagante; además no era gente desconocida, sino se trataba del pueblo en donde vivo, de mis vecinos, de la gente que me veía entrenar todos los días, y no podía defraudarle...tenía que ser la mejor, aunque tuviera menos experiencia.
Me acuerdo que los nervios me comían, incluso venían amigos desde fuera para verme. Estaba contenta, pero esa responsabilidad me producía angustia, y todo se me volvía preguntas y dudas.
Ese es el miedo tan especial por lo que pasan todos los toreros, antes de hacer el paseíllo. Todas las tardes llega, tarde o temprano. Es como un fiel e intimo compañero con el que hay que convivir; nadie te lo puede quitar...solo el toro cuando sale al ruedo.
Se tiene ilusión porque se va a torear con la idea del triunfo, pero concientes de que también hay tardes malas, y de que los toros hieren. Pero se tiene más miedo de uno mismo: miedo a la incomprensión, al fracaso, a que algo falle...más que a las heridas que puede provocarte un toro. En el mismo momento en el que te enfundas el traje, eres conciente de que esa puede ser la última cosa que hagas en tu vida, y lo aceptas.
Por eso, los toreros, le tenemos tanto respeto y aprecio al traje de luces: es como una segunda piel, en la que ponemos todo nuestro ser, y a través de la cual nos superamos.
La vestición es el momento más íntimo, es el momento del recogimiento, de la metamorfosis...de las preguntas. El inmediato futuro que se viene encima, cargado de incógnitas: ¿Que pasara?... ¿Como serán los toros?... ¿Como me sentiré dentro de tres horas?... ¿Donde estaré?...
Ese es el miedo de los toreros, y para llegar a lidiar al toro, antes hay que lidiar ese miedo.
Algunas veces nos preguntamos - ¿No podría, yo, ser una persona normal, y tener un trabajo normal, como todos los demás?- Pero no, el torero necesita acariciar la muerte para poder saborear la vida. Y nada es más grande y más bonito que triunfar en una plaza importante, después de habértela jugado.
En el momento en que se escuchan los olés, y la gente se emociona y se pone de pie aplaudiendo, se olvida el miedo y las preguntas. En ese momento todo es claro, todo tiene respuesta, y todos los esfuerzos son compensados. El torero no se cambia por nadie. ¿Hay algo más grande que el reconocimiento de su propia existencia, por parte de los aficionados?
En la tarde de mi debut, la suerte me acompaño. El novillo y yo nos entendimos, y nos fundimos juntos con el entusiasmo del público. Me entregaron los máximos trofeos, y pidieron unánimemente que matara al sobrero, del que, también, me concedieron las dos orejas* ¡Fue maravilloso!
Desde entonces han pasado seis años, y he ido subiendo poco a poco, los peldaños de esta larga escalera, y no he parado de luchar y de aprender. En el toreo, dicen los veteranos, nunca se termina de aprender; por eso es tan especial.
También ha habido momentos de incertidumbre, de celos entre compañeros, y momentos de desesperación.
Esta es la profesión más difícil del mundo. El toreo es un reto constante, y obliga a sacrificar muchas cosas.
La vida del torero es una vida solitaria, llena de ilusiones y decepciones...una lucha continua con su “yo” interior. Nadie puede saber lo que los toreros llevan dentro...no lo saben ni ellos mismos. Están condenados por su propia naturaleza. Viven las 24 horas por y para el toro, y a veces la familia y los amigos no pueden entender eso. Hay que tener el corazón y los nervios de acero para estar delante de un toro, pero mucho más para vivir el día a día.
La gente solo ve lo que pasa en la plaza, pero no conoce todo el esfuerzo y las renuncias, que hay por detrás de los oros, que bordan un traje de luces.
Es una profesión a veces ingrata, indudablemente la más dura a nivel psicológico.
Si, él que quiere ser torero, es además extranjero, todas esas dificultades se multiplican.
Eso supone: dejar a su familia, cambiar de país, de casa, de costumbres, aprender otro idioma...y, una vez conseguido todo eso, empezar a conocer gente del ambiente taurino que lo guíen. Luego, como todo el mundo, tendrá, que demostrar su valía o no.
Si encima eres mujer, a parte de todo eso, tienes que doblar los esfuerzos para poder estar a la altura de tus compañeros, y, en cierto sentido, renunciar un poco a tu feminidad.
Creo que el mundo del toro es el que más celosamente custodian los hombres. Es “macho”, es de “ellos”, y les cuesta abrirle la puerta a una mujer. Por eso, para que te dejen entrar, en muchas ocasiones, hay que ser y pensar igual que ellos. Es todo un adiestramiento.
De repente, ya no sales con las amigas, sino te ves rodeada de hombres peleando como gallos.
Al principio te sientes rara, y ellos también, porque no saben si mirarte como una mujer o como un torero. Pero con el tiempo, y mucho trabajo, se consigue demostrar que una no está ahí por juego, sino que lleva dentro la misma ambición. Entonces, los que te conocen, empiezan, por fin, a concederte un sitio y a tratarte como un compañero más...aunque, siempre quedara algún desconfiado.
Yo no acuso a nadie de “machista”, pero es verdad que siempre hay un poco de recelo.
El ojo no esta acostumbrado a ver a una dama delante de un toro, y la critica suele ser más despiadada con el genero femenino.
Entiendo perfectamente de que esta es una profesión muy difícil para un hombre, y tanto más para una mujer...pero no hay nada imposible, y no se le puede vetar.
A la hora de nacer no me dieron a elegir el genero, y si me gustan los toros...lo siento mucho, pero no puedo evitarlo.
Los toros me embisten igual que a los demás, y no me piden el carné de identidad...solo el de torero, que es lo que soy. Es por lo que he luchado hasta ahora, y por lo que seguiré luchando mientras mis fuerzas me lo permitan.

He querido contar mi historia, para que, a través de ella, la gente tenga una perspectiva diferente de la corrida: de alguien que la siente y la vive desde dentro.
Bajo mi punto de vista es un espectáculo incomparable, del cual muy pocas personas tienen verdadero conocimiento, y detrás del cual hay un mundo muy complejo.
Por mucho que alguien intente contarlo, nunca hay palabras suficientes. La corrida es un espectáculo que se siente, es indescriptible, es único.
La primera vez impacta mucho, porque, indudablemente, provoca sensaciones fuertes; el ojo percibe la brutalidad y la gracia a la vez. Puede parecer terrible o maravilloso, pero, sobre todo...real.
No es algo que pasa en una película de acción, con muchos efectos especiales: la sangre se puede tocar y oler, y la muerte es de verdad.
Hoy vivimos en un mundo ficticio, en donde, cuando pasa algo malo, volvemos la cara. Todos se esfuerzan por ignorar la realidad, y quieren pintarlo todo de color de rosa. Por eso, en un mundo así, hay mucho miedo a la muerte, y la mayoría de las personas son incapaces de aceptarla.
La corrida es, precisamente, la representación de la precaria y trágica existencia de cada ser viviente.
Hay que morir para poder existir.
Y cuanto más cerca se es de la muerte, más concientes y dueños de la propia realidad. Esta es una ecuación cierta e incontestable.
El misterio que representa la tauromaquia ha sido siempre motivo de gran interés para los artistas de todos los campos. Las tardes de toros han inspirado a poetas, pintores, escultores, escritores, músicos...todos ellos grandes enamorados de la vida, apasionados del toro, e incluso aficionados prácticos*.
Indiscutiblemente el toreo es un arte...el más efímero de todos.
El torero es el artista más frustrado: él, nunca puede admirar su trabajo. Solo puede expresar y transmitir sus sentimientos en el exacto momento en el que ejecuta la faena. Luego el toro muere, y la obra del torero muere con él; y la emoción solo será patrimonio de los presentes.
La contemplación de la muerte, obliga a la irrepetible autenticidad de cada momento.
Habrá que esperar a que otro toro entregue su bravura, para volver a soñar con el misterio. Y los toros, como nosotros, tienen cada uno su propia personalidad, por eso nunca habrá una faena igual a otra. Cada tarde será diferente, cada vez será como volver a empezar...no hay nada que se da por descontado.
La tauromaquia es para mí el resumen del concepto de vida...de una filosofía.
He renunciado a todo por el toro, e incluso, renunciaría a la vida sin remordimientos, si tuviera que ser él a quitármela...un día.

 

(Higuera, enero 2005)